Estuve a punto de incendiar mi estudio mientras preparaba la maqueta para esta pintura en 2009. Quería que la luz en el centro se viera indefinida, así que amontoné una mezcla caótica de materiales: algodón, papel, láminas de plástico y una generosa cantidad de lana de acero. La fuente de luz era una cadena de luces navideñas, enrollada en el montón. No sabía que la lana de acero puede prender fuego con una simple carga eléctrica, como la de una pila. Los hilos se colaron entre las bombillas y los cables, y de repente empezaron a saltar chispas y pequeños fuegos. Por suerte, tenía un extintor a mano. Por desgracia, era de polvo, y el estudio quedó cubierto de un fino polvo verde que se metió en los rincones más pequeños. Lo seguí encontrando durante años, en cajones, estantes y pliegues de tela. Su rastro seguía apareciendo.
Los espectadores del cuadro a veces piensan que la luz representa un atardecer. Otros la ven como una explosión. Para mí, siempre será el momento en que mi estudio casi se incendia. Lo que más me interesa es esa ambigüedad. Es una luz seductora al fondo. Pero lo más importante para mí es el seto esquelético en primer plano. Es una barrera, una frontera. Se puede ver que algo ocurre al otro lado, pero no se puede alcanzar. La superficie te retiene. Por ahora, sigues siendo un espectador. Un testigo. Tal vez un voyeur.
Los umbrales son una preocupación recurrente en mi trabajo. A menudo pienso en la superficie del cuadro como un plano, un límite entre el mundo exterior y el mundo que contiene.
En 2001 asistí a mi profesor, Karl Kneidl, en la escenografía de la obra Bash de Neil LaBute en el Hamburger Kammerspiele. La dirección estuvo a cargo de Peter Zadek. La obra consiste en dos monólogos y un diálogo intermedio, cada uno una confesión de asesinato. La escenografía se redujo a unos pocos elementos: una silla, un fragmento pintado que apenas sugería el entorno. Entre las escenas, se encendía un marco de luz alrededor del portal escénico, cegando brevemente al público. Cuando la luz se apagaba, comenzaba el siguiente monólogo. La inspiración para este marco de luz vino del poema DRAMA de Heiner Müller:
Los muertos esperan en la pendiente opuesta
A veces extienden una mano hacia la luz
Como si estuvieran vivos. Hasta que se retiran por completo
A su oscuridad habitual que nos ciega.
Trabajar en esta obra fue un punto de inflexión para mí. El portal teatral se convirtió en un umbral, no solo entre el público y el escenario, sino entre este mundo y otro. No imaginado, sino real de una forma distinta. Esa costura invisible entre dos realidades se volvió una obsesión. En los últimos años he empezado a añadir marcos blancos con una inclinación hacia el interior, por la misma razón: para marcar ese cruce.
Después de dejar el teatro, mi atención se centró en la pintura y en cómo los espectadores se relacionan con su superficie.
En la pared frente a mi cama cuelga un gran cuadro de Miki Leal que compré hace años. Lo miro cada noche. Representa una jungla, sobre todo hojas y ramas grandes, con una zona estampada en la parte inferior. Las formas son planas, sin una verdadera sensación de profundidad. Todo se adhiere a la superficie del papel. Incluso la serpiente, enroscada en la parte superior central, parece presionar contra la piel de la imagen. Solo el gorila negro, que asoma entre las hojas, rompe ese plano. Mira directamente al espectador. Ya no está claro quién observa a quién.
Picture for Women de Jeff Wall siempre me ha impactado en este sentido. La mujer está a la izquierda, el fotógrafo a la derecha, y la cámara justo en el centro, apuntando directamente al espectador. La imagen se basa en Un bar en las Folies-Bergère de Manet, pero Wall lleva su mirada confrontativa un paso más allá. Lo que parece un triángulo estable entre sujeto, artista y público empieza a deshacerse. La fotografía no solo muestra una escena, sino que reproduce la mecánica de su propia construcción. El espejo invisible que debió utilizarse se convierte en un umbral en sí mismo, dividiendo roles que normalmente se dan por sentados. Si se observa con atención, hay una costura vertical que atraviesa el objetivo de la cámara: la unión de dos fotografías. Wall dijo sobre este detalle: “La unión entre las dos imágenes lleva tu mirada de nuevo a la superficie y crea una dialéctica que siempre disfruté y aprendí de la pintura… una dialéctica entre profundidad y planitud.”
Esa planitud es también lo que hace que la serie de teatros de Hiroshi Sugimoto resulte tan relevante. Cada fotografía es una exposición prolongada durante toda la duración de una película. La pantalla aparece como un rectángulo blanco en un cine vacío. Se ven dos realidades a la vez: la arquitectura física del espacio y la presencia de la película, que ya no puede descifrarse. La película queda reducida a un campo rectangular de luz, no una imagen sino una superficie. Se convierte en el umbral mismo.
Mi umbral pintado favorito es la capilla de San Antonio de la Florida en Madrid, pintada por Goya. Las pinturas giran en torno a un episodio de la vida de San Antonio de Padua: su padre es acusado de asesinato, y el santo resucita a la víctima para aclarar la acusación y nombrar al verdadero culpable.
En la visión de Goya, el visitante se convierte en el cuerpo dentro de la tumba. Se ven ángeles y querubines levantando los cortinajes del lecho de muerte. Justo encima del visitante, el círculo arquitectónico se convierte en el borde de la tumba, un umbral. En la cúpula, rodeados por una barandilla baja, están los testigos: figuras del Madrid de Goya, con el santo, la víctima y el asesino, rodeados de árboles, colinas y cielo abierto.
El efecto es asombroso, probablemente la única vez que uno puede mirar desde su propia tumba. La altura de la cúpula refuerza esa sensación de impotencia ante el destino. Estás listo para levantarte, pero solo cuando el santo lo decida.
La grandeza de la propuesta de Goya reside en la violencia con la que te obliga a asumir un papel que casi nadie quiere ocupar. Ya no eres solo un testigo. Eres aquello que han venido a ver.