Después de una noche angustiosa de llamadas de emergencia, Frank, interpretado por Nicolas Cage en Bringing Out the Dead de Martin Scorsese, llega al apartamento de Cy, un traficante de drogas. El lugar parece una fantasía de relajación. Las paredes están pintadas de rojo oscuro y verde profundo. Hay una pintura de un volcán que escupe humo real de forma silenciosa. La luz es tenue. Camas y sofás están dispuestos para recibir mentes exhaustas. Cy lo llama el oasis, un refugio del mundo exterior y de lo que él denomina Dayrise Enterprises, la fábrica libre de estrés. Fatigado, emocionalmente agotado y lleno de culpa, Frank acepta un puñado de pastillas para calmarse. Mientras la música cambia del ritmo denso de I and I Survive de Burning Spear al tono más sereno y animado de Rivers of Babylon de Boney M, su mirada se fija en el suave resplandor de un acuario. Frank empieza a deslizarse.
Mi primer encuentro con la casa del dios del sueño, Hypnos, fue a través de la letra del álbum Sleep Has His House de Current 93. La canción The God of Sleep Has Made His House es una delicada traducción al inglés moderno de una descripción que se encuentra en Confessio Amantis, de John Gower. A continuación, presento una traducción libre al español del pasaje.
El dios del sueño ha hecho su casa,
de un diseño asombroso.
Bajo una colina hay una cueva
donde no entra la luz del sol.
Nadie puede saber con certeza
el punto exacto entre el día y la noche.
No hay fuego, no hay chispa,
ni gallo que cante la mañana,
ni bestia alguna que rompa el silencio.
Sobre el suelo crecen amapolas,
que portan la semilla del sueño.
Un agua quieta fluye suavemente
sobre las piedras pequeñas.
Es el río Leteo,
que da un gran deseo
de dormir.
Y así, lleno de delicia,
el sueño tiene su casa.
Es una idea bella y fascinante: pensar el sueño no como una acción, sino como un lugar. Una arquitectura definida por la ausencia de estímulos. Sin sol, sin tiempo, sin sonido. Solo el murmullo del agua, la presencia de amapolas y una cueva oscura donde se apagan los sentidos. El olvido no como un vacío, sino como espacio interior.
A finales de la primavera fuimos a Cantabria a visitar a unos amigos, disfrutar del paisaje impresionante y explorar todas las cuevas que pudimos. Para conservar las pinturas neolíticas, el acceso está restringido a muy pocos visitantes por día. Es una experiencia impresionante. Se entra por una hendidura en la roca. La luz es tenue, o hay que usar una linterna para ver algo. Basta con dar unos pocos pasos para que la temperatura se estabilice en una humedad fresca que se mantiene igual durante todo el año. Es una sensación arcaica, casi como salir del tiempo, y extrañamente familiar. Imaginar a los humanos entrando en estos espacios hace miles de años, con apenas una luz parpadeante alimentada por grasa ósea, para dejar sus imágenes atrás en la oscuridad, es sobrecogedor. Es como un intento de marcar el olvido.
En su autobiografía, Johnny Cash escribe sobre entrar en la cueva Nickajack con el deseo de morir en sus profundidades. Era el punto más bajo de su vida, con adicciones a varias sustancias y su vida privada en ruinas. La experiencia se convierte en un punto de inflexión. En el silencio oscuro, empieza a sentir de nuevo su entorno: la piedra, el aire, la leve brisa. Poco a poco, encuentra el camino de salida.
Quizá el sueño sea una especie de ensayo para la muerte. Aunque hay un claro contraste entre el deseo de olvido que todos podemos reconocer al irnos a dormir cada noche, y la realidad de lo que se nos ofrece de forma involuntaria. Ecos de nuestras mentes que se niegan a callar. Robert Frost lo expresa con gran belleza en su poema After Apple-Picking, del que comparto esta versión traducida por Rhina P. Espaillat:
Después de la cosecha de manzanas
Mi escalera de dos puntas se extiende por un árbol
hacia el cielo aún,
y hay un barril que no llené,
junto a él, pueden quedar dos o tres
manzanas que no alcancé a recoger de alguna rama.
Pero ya he terminado de recoger manzanas.
En la noche pesa el sueño del invierno,
el aroma de las manzanas me adormece.
No puedo quitarme de la vista
la extrañeza que sentí al mirar por un cristal
que rasqué esta mañana del abrevadero
y sostuve contra el mundo de hierba hoarienta.
Se derritió, lo dejé caer y se partió.
Pero ya estaba en camino al sueño antes de que cayera,
y pude saber
qué forma tomarían mis sueños.
Manzanas amplificadas aparecen y desaparecen,
por el pedúnculo y por la flor,
y cada moteado de rojizo brilla claro.
Mi pie no solo conserva el dolor,
guarda también la presión del peldaño.
Siento la escala oscilar cuando la rama cede,
y oigo el retumbo desde la bodega,
el continuo sonido
de carga tras carga de manzanas entrando.
Porque he tenido bastante
de recoger manzanas: estoy agotado
de la gran cosecha que tanto deseé.
Diez mil millones de frutos había que tocar,
apreciar en mano, levantar, y no dejar caer.
Porque todo lo que cayó al suelo,
aunque no se golpeara o perforara con el estípite,
fue sin duda a la pila de la sidra
como algo inútil.
Se ve claramente qué perturbará
este sueño mío, sea lo que sea.
Si no se hubiera marchado ya,
la marmota podría decir, a partir de mi descripción,
si es, como el suyo, un sueño largo,
o simplemente un sueño humano.