Al encontrarse con una col flotando en el río Támesis, el protagonista de The Medusa Frequency de Russell Hoban sufre una alucinación: la col se convierte en la cabeza cercenada de Orfeo, que deriva en la corriente, murmurando historias. Una imagen que roza lo absurdo, casi cómico.
Según el mito, tras ser desgarrado por las Ménades, seguidoras enloquecidas de Dionisos, la cabeza y la lira de Orfeo flotan por el río Hebro, aún cantando, aún sonando. El orden y la armonía apolíneos son deshechos por el caos extático.
La cabeza desmembrada y flotante de Orfeo se convirtió en un tema recurrente entre los pintores simbolistas y prerrafaelitas del siglo XIX, siempre suspendida entre el dramatismo y el desapego. Hay supervivencia en esta imagen, pero es una supervivencia como extrañamiento: la cabeza sin el cuerpo, aún resonando, pero a la deriva, sin voluntad de buscar audiencia. Está desplazada de un modo inquietante.
Me recuerda al Perro de Goya, de las Pinturas Negras, que muestra solo la cabeza del animal, con las fosas nasales apenas por encima de una masa indefinida en la que parece estar hundiéndose. Como la cabeza de Orfeo, está separada de su cuerpo, su entorno no es claro, suspendida en la verticalidad vacía del cuadro.
En la mitología griega, Poseidón, dios del agua, también creó al caballo. Tal vez pueda establecerse una asociación entre un caballo al galope, su crin al viento, y el movimiento del agua en las olas. De algún modo, el caballito de mar, con su cabeza equina y su cola en espiral, refleja otra posible conexión.
Aun así, aunque capaz de nadar por naturaleza, el caballo parece completamente ajeno al agua. Su cuerpo está hecho, esencialmente, para correr. Sus patas largas y estrechas luchan por mantener las fosas nasales por encima de la superficie, para llenar sus grandes pulmones de aire, que a su vez mantienen el pesado cuerpo a flote.
Hay un poema de Borís Slutski titulado Caballos en el océano, sobre un barco que se hunde y los mil caballos que transportaba como carga, forzados ahora a nadar. He aquí un fragmento traducido:
En cuanto a los caballos, su destino fue cruel,
Porque, les gustase o no, nadar era su papel.
Nadaban detrás de los botes sin cesar,
Una isla de caballos de pelaje rojizo, a flotar.
Al principio tranquilos, sin presentir
Que el océano no era un simple fluir.
Pero se extendía sin fin como una noche invernal,
Y la tierra deseada no era visible, ni siquiera al final.
En su trayecto acuático toda fuerza se agotó,
Y relincharon de miedo, sin saber lo que pasó.
Relinchaban, resoplaban, luchando por respirar,
Hasta que, uno tras otro, comenzaron a naufragar.
Puedo imaginar la superficie del agua como un corte horizontal. No violento, sino un corte formado por su propia lógica visual. Lo que queda arriba —la cabeza— se muestra. Lo que está debajo es solo especulación.