La Danza de figuras mitológicas y aldeanos de Rubens, escondida en un rincón del Prado, puede parecer pequeña para los estándares del pintor, pero es una de mis favoritas. Un torbellino de cuerpos, sudor y alegría: esta es la danza colectiva en su forma ideal. Sensual y comunal, fluida y atemporal, se trata de un gozo compartido.
Hace años, fui invitado a una fiesta escocesa en Madrid y me sorprendió que todos parecían conocer—y participar con entusiasmo en—las danzas grupales. Había algo increíblemente unificador en moverse a través de una coreografía fija y compartida.
Hace un par de semanas, fui a una boda española. Fue una gran celebración, pero no pude evitar notar que las únicas danzas colectivas fueron La Macarena y Saturday Night. Aunque parezcan ridículas, aún conservan un eco de ritual incrustado en el kitsch. Nos reunimos, nos movemos, marcamos el tiempo juntos—creando, aunque sea brevemente, una identidad grupal compartida.
Estar en aquella boda me hizo pensar en cuán profundamente arraigada está la necesidad de movimiento compartido en la cultura humana—ya sea preservado de forma consciente o transmitido mediante rituales casi olvidados.
La serpenteante procesión de la Conga es especialmente adecuada en este contexto. Los participantes se desplazan por la sala en una línea suelta, cada uno colocando las manos sobre los hombros o la cintura del que va delante. Puede darnos vergüenza, pero su estructura conserva vestigios del ritual procesional. Y en su simplicidad, sigue siendo una obra maestra de la inclusión.
Pero la más básica—y al mismo tiempo la más significativa—de todas las danzas grupales es la danza en círculo. Van desde el corro de la patata de los niños hasta las famosas danzas circulares de los nativos americanos y la Hora judía, pasando por la antigua Choreia de Grecia. Incluso hay pinturas rupestres que muestran figuras humanas bailando en círculo. Bailar en círculo es tan inherentemente arcaico que dudo que exista una cultura que no lo haya adoptado en alguna forma.
En el Carnaval de Binche, los Gilles bailan en círculos lentos y pesados, con movimientos cargados de significado ritual, pero sin un centro marcado. En la Noche de Walpurgis, las brujas bailan alrededor del fuego, y el centro se convierte en un lugar de transformación e invocación. En La consagración de la primavera de Stravinsky, el círculo se tensa al máximo: un torbellino frenético que culmina con la selección y el sacrificio de una sola bailarina.
El círculo puede ser un espacio vacío—una invocación de unidad—o puede ser un lugar de contención y transformación. Estar en el centro es estar marcado. Es un sitio de honor, peligro o metamorfosis. En las danzas circulares, el centro puede contener el fuego, la pareja elegida, el chivo expiatorio o la víctima sacrificial. Ser colocado en el centro es ser visto y apartado, celebrado o consumido.
En el cuento El lobo y los siete cabritos de los Hermanos Grimm, el pozo se vuelve el centro. El lobo es engañado y ahogado, su vientre lleno de piedras, y arrojado por el eje vertical y oscuro del medio. Los cabritillos, renacidos desde el vientre del lobo, celebran no solo la supervivencia, sino el triunfo de la inocencia sobre el peligro. Es la restauración del orden—ese breve y extático momento en que el miedo es superado y transformado en movimiento ritual.