Imagino los baños de mujeres como lugares de intimidad y secreto. Las cabinas permanecen cerradas, y hasta los rastros que quedan —olores, manchas— conservan un anonimato: nunca se sabe con certeza quién fue la causante.
Los baños de hombres están estructurados de forma distinta. El pissoir, abierto por diseño, no permite esa discreción. El urinario es quizá el dispositivo masculino por excelencia: descaradamente funcional, de forma ligeramente ridícula. Funciona como una especie de escenario extraño. El acto de orinar, aunque brevemente meditativo e introvertido, se refleja en la postura del orinador: de espaldas, con la cabeza agachada, los ojos fijos en la pared. Es una postura vagamente vergonzosa, como la de un colegial castigado en un aula de otro tiempo. Orinar uno al lado del otro vulnera el espacio personal, pero aun así crea una complicidad extraña.
Los baños públicos rara vez tienen ventanas prominentes. La vista al exterior carece de importancia. En su lugar, hay espejos que te devuelven tu propia imagen, o reflejan, de vez en cuando, a otro orinador. Ser observado puede provocar un efecto que se podría describir como miedo escénico urinario: el llamado síndrome de vejiga tímida. Y sin embargo, hay algo intrínsecamente performativo en ese entorno, un exhibicionismo latente que no ha pasado desapercibido para los artistas.
La orina y el acto de orinar han sido explorados por numerosos artistas. Recuerdo al menos tres películas sobre pintores en las que expresan su desprecio por la convención orinando en lugares inapropiados: Jackson Pollock meando en la chimenea de Peggy Guggenheim, Jean-Michel Basquiat orinando en un pasillo en Basquiat, de Julian Schnabel, y Kirk Douglas como Van Gogh aliviándose en pantalla en El loco del pelo rojo (Lust for Life).
En efecto, orinar en público podría ser el acto rebelde más sencillo. Vandalismo a pequeña escala. La orina no tiene el olor ni la textura vergonzante de las heces, pero aún puede utilizarse para mostrar una actitud frente a la sociedad o para fomentar una especie de anarquía suave. Un descenso menor al mundo animal.
Estos gestos coquetean con el desorden. El baño publico, en cambio, es una estructura de orden, construida para contener y civilizar. Aun así, es un lugar donde el concepto y la realidad a menudo no coinciden.
Había un baño público cerca de donde viví en mis últimos años de adolescencia que reflejaba esa tensión con una claridad inusual. Desde fuera, era casi pintoresco, con el aspecto de una caseta con entramado de madera. De hecho, fue declarado bien protegido en los años noventa. El interior, sin embargo, era pequeño y sucio, y no se sabía con quién te podías encontrar al entrar. Un recordatorio de que incluso el baño más bonito puede oler a orina.